Entrevista al pastor y teólogo Juan Stam


Entrevistó: Edgardo Moffatt
Un desafío al compromiso profético















JUAN STAM (75), oriundo de Paterson, Nueva Jersey, es uno de los teólogos evangélicos «latinoamericanos» más pertinentes de la actualidad. Aunque es estadounidense de nacimiento, se nacionalizó costarricense como parte de un

proceso de identificación con América Latina que lleva más de cincuenta años. Últimamente, ha llamado mucho la atención su análisis teológico del discurso religioso del presidente de los Estados Unidos, George W. Bush.
En setiembre pasado, Juan logró que una larga escala que hizo nuestro vuelo en San José de Costa Rica, donde él reside,resultara en un acontecimiento muy placentero. Pasó a buscarnos por el aeropuerto, nos condujo a su casa y allí compartimos la mesa junto a Doris Emanuelson (71), su esposa y compañera de camino, nacida en Bridgeport, Connecticut. Doy fe que la risa de Juan está cargada de celebración de la vida y contagia tanto como su entusiasmo por Jesucristo. Además, él es un buen conversador. Consigue hacer del diálogo algo ameno, significativo, cargado de sentimiento por el recuerdo de las vivencias profundas. En abril tendremos el gusto de tenerlo en Argentina para desarrollar el tema «pastoral profética», por lo cual la revista Kairós ha juzgado oportuno entrevistarlo, retomando algunos temas de aquella charla en su casa, para presentarlo al público evangélico de nuestro país.


¿Cómo se acercó Jesucristo a Juan Stam?
Yo nací en una familia cristiana. Mi abuelo paterno era de una familia holandesa que tenía una especie de cantina y salón de baile, pero cuando emigró a los Estados Unidos el gobierno lo ubicó con una familia profundamente cristiana. A mi abuelo le impactó muy especialmente su manera de comer: daban gracias a Dios, comían con mucha gratitud y entusiasmo, y después iban al piano a cantar, acompañados con los demás instrumentos que tocaban. Por eso me gusta decir que debo mi conversión a una familia que sabía «comer para la gloria de Dios».
Entonces mamaste el evangelio desde niño...
Sí. Desde la conversión del abuelo, nuestra familia se hizo profundamente evangélica.
Durante mi niñez y juventud, el pastor fue Vernon Grounds, ese gran caballero de la fe, príncipe del púlpito y ejemplo evangélico. Además, todos participábamos en «La Estrella de Esperanza», una misión evangelizadora que fundó nuestro abuelo recién convertido. Desde niño, me encantaba el estudio bíblico y comencé a guardar apuntes sobre diferentes textos. También predicaba a mis amiguitos, pero no era lo que llamaríamos «un santo». De pequeño me encantaban los caballos y todo lo de los cowboys,y me hice amigo de unos vecinos con quienes hacíamos películas «Western», pero, lejos de darles un testimonio, me dejé llevar en cosas no muy sanas. Dios tuvo misericordia de mí, me levantó cada vez y me llevó adelante en la vida cristiana.
¿Qué te llevó a estudiar teología?Aunque siempre me fascinó la teología, mi sueño era ser historiador, y mi primer título universitario fue en historia. Sin embargo, en mis estudios de historia en la Universidad de
Wheaton, tuve que escribir una monografía sobre la epistemología de San Agustín, y esa tarea me resultó más una vivencia existencial y espiritual que un trabajo académico. San Agustín me inspiró con su visión de una vida intelectual integral, de amar a Dios con toda la mente, con todas las pasiones y la voluntad, con todo el ser. Cuando entregué esa monografía al profesor, entregué también mi vida al Señor para el ministerio de la Palabra. En 1945, cuando todavía estaba en el colegio
secundario, mi padre me trajo a Costa Rica y Colombia. No entendía ni una palabra de castellano, pero entonces conocí la obra misionera e hicimos un inolvidable viaje de evangelización por todo el río Magdalena. Desde niño había conocido a la familia Strachan, y el siempre recordado Kenneth Strachan era como un hermano mayor y un modelo para mí. En la mitad de mis estudios de teología, Dios usó todo eso para formar en mí un poderoso llamado misionero a América Latina.

¿Cuándo llegaste a América Latina, y qué impacto produjo la realidad del

subcontinente en tu comprensión de la fe?

Uno de los temas teológicos que me calaron hondo durante mis estudios en Wheaton y Fuller fue el de la encarnación del Verbo como modelo para los teólogos y los misioneros. Y gracias a Dios, antes de nuestro traslado y durante los primeros años en Costa Rica, don Kenneth profundizó aún más mi convicción de que la encarnación era un desafío a la identificación cultural con América Latina. Como un primer
paso, cuando la iglesia que pastoreábamos en las afueras de Chicago nos quiso ordenar al ministerio, Kenneth nos recomendó esperar a ser ordenados por la misma iglesia costarricense, después de aprender castellano y de hacer todos los pasos y exámenes de cualquier pastor nacional. Después de unos años, esa misma convicción nos llevó a tomar la nacionalidad costarricense. Cuando Doris y yo terminamos el año de estudio del idioma, y aunque hacían falta profesores en el Seminario Bíblico en San José, la Misión Latinoamericana muy sabiamente decidió enviarnos a realizar un pastorado normal en el noroeste de Costa Rica, en el bello pueblo de Santa Cruz. Esta experiencia fue extraordinariamente formativa para nosotros. En realidad, lo fue mucho más que los años de estudio en el aula. Entregamos todo nuestro ser
con el anhelo de «entrar en onda» con la cultura latina y rural. Allí aprendimos los dichos, disfrutamos los chistes y escuchamos las historias de los campesinos, nos enamoramos de la gente y de todo lo latinoamericano, y con eso también más de Jesucristo y su evangelio. Desde entonces, siento que llevo adentro un pastor campesino, mucho más que sólo un profesor académico. En esa congregación en Santa Cruz había, ya a mediados de la década de 1950, muchos refugiados nicaragüenses del dictador Somoza. El afán nuestro era escuchar a todos, y estos «nicas» evangélicos se convirtieron en nuestros tutores en la realidad política centroamericana.
Ellos nos contaron la triste historia del apoyo estadounidense a los Somoza durante muchas décadas, y de las mentiras y maniobras del presidente Eisenhower (¡un buen presbiteriano!) en pro de ese régimen brutal. Eran realidades muy duras y dolorosas para nosotros, pero no podíamos negarlas sin traicionar la verdad misma y la identificación con América Latina que nosotros anhelábamos.

Entiendo que luego se fueron a Basilea para continuar estudiando. ¿Qué

aprendiste de Karl Barth, tu profesor, en esos años?

Antes de irnos a continuar nuestros estudios en Basilea, un líder de una de nuestras iglesias en los Estados Unidos cuestionó nuestro proyecto y nos dijo: «¿Qué pueden aprender ustedes de Karl Barth, si él ni siquiera ha nacido de nuevo?» Bueno, resultó que pudimos aprender mucho, y, para comenzar, aprendimos que la familia de Jesús era más grande que nuestro círculo estrecho. Encontramos en Karl Barth un hermano en la fe con costumbres diferentes de las nuestras, y un lenguaje a
veces distinto, pero con el mismo Cristo, las mismas Escrituras y la misma fe.
Gracias a Dios, fuimos a Basilea después de siete años de ministerio en Costa Rica. Eso hizo mucho más provechoso el estudio con Barth, Reicke, Cullmann y otros, porque nos permitió relacionar todos nuestros estudios con la realidad latinoamericana. Después pudimos apreciar el valor contextual de esos años para nuestro trabajo en América Latina. Barth nos enseñó mucho sobre metodología teológica. Lo enciclopédico de su dogmática correspondía a su visión amplísima del quehacer teológico. Tomaba muy en serio la Biblia e hizo trabajos exegéticos muy valiosos. Además, siempre tenía presente la perspectiva histórica de siglos de pensamiento cristiano.
Nunca tocaba un tema desconectado de sus raíces en el pasado. A la vez, mantenía un
constante diálogo con toda la teología contemporánea. En su pensamiento, unía
teología y ética como ningún teólogo había logrado antes. Su persona y su manera de ser nos enseñaron mucho sobre la vida del cristiano y del teólogo. Él hacía toda su labor teológica con la mirada bien clavada en Jesucristo. Por eso, vivía la teología con exuberante alegría. Aunque era famoso, veíamos en él una genuina humildad. Por ejemplo, siempre estaba dispuesto a preguntarnos qué pensábamos o qué decían otros profesores sobre los temas que discutíamos. En fin, era un gran ser humano.
Por otra parte, nunca me sentí tentado a convertirme al «barthianismo» (Barth mismo
decía que él tampoco era «barthiano»), pero su persona y sus enseñanzas profundizaron mi comprensión de la gracia de Dios y me hicieron más evangélico. Yo creía las doctrinas evangélicas intelectualmente, pero Barth me enseñó a vivir diariamente en el gozo y la libertad de la gracia de Dios. Antes de Basilea, y
durante nuestro primer año ahí, yo sufría de frecuentes depresiones. Sin embargo, desde que resolví las causas teológicas de la depresión y comencé a vivir el evangelio emocionalmente, en cuarenta años no me he vuelto a deprimir.
Próximamente vendrás a la Argentina a hablar sobre el ministerio profético de la iglesia y sus implicancias pastorales. ¿Cómo defines el ministerio profético?
Creo que, en general, se entiende mal las palabras «profeta», «profecía» y
«cumplimiento». Se considera la «profecía» como vaticinio de sucesos futuros, y al
«profeta», como la persona que predice tales sucesos. Así, hay «cumplimiento» cuando algo ocurre exactamente como fue anunciado. Otras veces se entiende la «profecía» como la revelación de cosas secretas o escondidas, que se verifica cuando lo revelado resulta ser cierto. Lo curioso es que estos conceptos, que sin duda prevalecen entre buenos evangélicos, son paganos. La gran mayoría hoy no entiende
«profecía» según la comprensión bíblica sino según los oráculos antiguos (al estilo Nostradamus o el horóscopo) y lo que la Biblia condena como «adivinación».
Bíblicamente, el sentido de estos términos es muy distinto. «Profecía» significa una palabra directa y viva de Dios para su pueblo, casi siempre con exigencias para su conducta. Esa palabra revelada puede referirse al futuro, ya que éste tiene que ver con la obediencia actual del pueblo de Dios, pero no es profecía porque incluya el anuncio de cosas futuras, ni deja de ser profecía cuando no menciona el futuro. Moisés fue considerado el prototipo para todos los profetas, pero no se dedicó a predecir el futuro. El profeta no es tal porque predice el futuro sino porque trae al pueblo del Señor la palabra viva y exigente de un Dios de amor, vida y justicia. Y si no predice nada futuro, no por eso es menos profeta. La fuerza esencial de la palabra profética estriba en su fuerza ética, no en alguna especie de clarividencia mágica desconectada de la soberanía de Dios y su voluntad. «Cumplimiento» también tiene un sentido distinto en las Escrituras. En el pensamiento pagano, una «profecía» se «cumple» cuando lo anunciado ocurre exactamente como se predijo. Bíblicamente, el esquema básico de la profecía no es predicción-cumplimiento sino promesacumplimiento. El énfasis es que Dios cumple su Palabra. En el Nuevo Testamento, las palabras griegas que traducimos como «cumplir» tienen todas la idea básica de «llenar», «completar». No significan meramente que se «cumple» un vaticinio (y así pone fin a su vigencia) sino que la palabra original se amplía, se ensancha, se enriquece con nuevo sentido.
¿Cuáles son las marcas de una iglesia que asume su responsabilidad profética?
Lo definitivo de la vocación profética no estriba en el vaticinio sino en la exigencia de la voluntad de Dios, como vemos clarísimamente en los grandes profetas de Israel. De modo que las marcas hoy deben ser las mismas de entonces. En los tiempos tan críticos que vivimos, la iglesia profética —y toda iglesia está
llamada a ser profética; caso contrario, no sería fiel a su naturaleza pentecostal y a su llamado— levanta la voz por el Reino de Dios y su justicia aquí y ahora, contra la injusticia que hay dentro y fuera de la iglesia, contra la corrupción y la
opresión. No todos los profetas vaticinaron el futuro, pero todos ellos denunciaban el pecado y exigían justicia. Ningún profeta verdadero legitimaba la maldad. Ningún profeta se callaba ante la injusticia. Elías se plantó en firme y se jugó la vida ante Acab. Unos cincuenta años después, Amós atacó vehemente los crímenes que se cometían en Samaria. Y los demás profetas, cada uno en su coyuntura histórica,
denunciaron el pecado y anunciaron la voluntad de Dios. Una profecía que no exige obediencia, que no tiene cómo obedecerse, es ya sospechosa de ser falsa.
Por supuesto, cada congregación y cada líder tienen que buscar en oración la forma acertada de realizar esta vocación profética. Nunca deben legitimar la injusticia y la violencia, como hacían los profetas falsos. En toda su predicación, deben proclamar el Reino de Dios y su justicia e inculcar los principios fundamentales de la ética bíblica. En algunos casos, la congregación podría organizar charlas
o grupos de discusion sobre temas de actualidad. En casos más extremos, los organismos, denominaciones y alianzas de iglesias deben pronunciarse en favor de la
justicia. Y en situaciones de extrema gravedad, tales como el nazismo en Alemania o el racismo en los Estados Unidos, la misma congregación local debe definirse y asumir con valentía su rol profético.
¿En qué circunstancias descubriste la pertinencia del ministerio profético de la iglesia?
Nunca había pensado en esa pregunta, y me parece muy interesante. Supongo que todo
comenzó con nuestro propio despertar político durante el primer pastorado y nuestra creciente convicción respecto a la responsabilidad histórica y social que tienen las iglesias y los cristianos. Esta conciencia creció en mí cuando enseñaba los primeros cursos de «Iglesia y sociedad» en el Seminario Bíblico Latinoamericano, a fines de los años 50 y principios de los 60. Allí traté de interpretar junto con los estudiantes la convulsionada realidad latinoamericana: el triunfo de Fidel Castro, la
galopante pobreza de las multitudes (por ejemplo, en las favelas de Brasil), la dictadura somocista, que actuaba al norte de nuestras fronteras costarricenses, y muchísimos otros acontecimientos. En este proceso me impactaron con fuerza especial los testimonios y el ejemplo de Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King y Nelson Mandela, a los cuales se agregaron luego Helder Cámara, Oscar Arnulfo Romero y toda la pléyade de mártires de nuestro continente. Otro factor decisivo para mí fue mi esfuerzo por entender el significado del movimiento pentecostal. Después de un inicial antipentecostalismo ingenuo, comencé a sentirme muy desafiado por el pentecostalismo. Me preguntaba por la relación entre el Espíritu del día de Pentecostés y el Espíritu de los antiguos profetas, y comprendí que tenía que
ser el mismo, que no podía haber otro Espíritu Santo. Me llamó la atención que en el día de Pentecostés los discípulos no sólo hablaron lenguas: Pedro predicó un sermón expositivo profundamente bíblico (Hch 2:14-41) y la comunidad practicó el evangelio ayudando a los pobres (2:42-47). Me puse a estudiar también la historia «subversiva» de los movimientos carismáticos a través de los siglos, concentrándome en los anabautistas, especialmente en Tomás Müntzer. Comencé a descubrir las posibilidades de un pentecostalismo profético, en el sentido bíblico del término. Siento que esta preocupación profética fue un resultado lógico de todo nuestro peregrinaje
con el Señor, partiendo del compromiso con la encarnación. Los cambios nacían de las
Escrituras y la experiencia pastoral, y de ninguna otra cosa. Nuestro medio siglo de vida en América Latina, en medio de las realidades que vivimos de año en año, despertó estas convicciones en nosotros.
Juan, de cara a la actualidad, ¿qué puede decir la palabra profética al mundo que se configuró luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001?
El día después de los trágicos acontecimientos del 11 de setiembre circulé un
correo a muchos amigos estadounidenses invitándolos a orar para que Dios usara ese
momento para conducir al país al arrepentimiento, tanto por pecados personales
como por pecados nacionales, tanto dentro de la iglesia como en el gobierno. El resultado parece haber sido lo contrario. El presidente Bush, lejos de llamar al arrepentimiento, ha insistido hasta el cansancio que su pueblo es tan bueno, el mejor y el más pacífico del mundo, que lo que menos necesita es arrepentirse. Este
discurso engañoso agrada al pueblo y cosecha votos, pero visto proféticamente conduce al país a un abismo de destrucción. Quizá lo peor de todo lo malo del discurso de Bush haya sido su reiterada insistencia en la inmaculada virtud del
país. Y el pueblo se lo ha tragado, los llamados evangelicals a la vanguardia, haciendo gala de un exagerado patriotismo chauvinista. Sin embargo, hay dos paralelos en este caso que me llaman la atención. En primer lugar, la fecha remite a aquel 11 de setiembre de 1973, cuando los agentes de Washington, apoyados por Henry Kissinger, instalaron en Chile la criminal dictatura de Pinochet. Por otro lado, las Torres Gemelas de Nueva York nos remiten a la torre de Babel. «Babel» significaba Babilonia, país de donde emigraron Abraham y Sara. En la Biblia, de Génesis 11 en adelante, Babilonia simboliza el imperialismo de la época, la superpotencia que se imponía sobre los demás pueblos. El Antiguo Testamento contiene muchas denuncias contra esa Babilonia, hasta con canciones de protesta. Y al final del canon, el Apocalipsis anuncia la destrucción de Babilonia, la misma cuyo proyecto de expansionismo y opresión comenzó en Génesis con su gran torre. Sin duda, comenzó a ser una tarea urgente analizar cómo el imperio se vale de la religión. ¿Cómo resumirías tu crítica del discurso «evangélico» del presidente de los Estados Unidos, George W. Bush? Cuando la Escuela de Sociología de la Universidad de Costa Rica me pidió que diera una charla sobre el discurso religioso de Bush, yo no había tenido ninguna intención de escribir sobre el tema y mi primera reacción fue rechazar la invitación, pero no encontré quién me reemplazara en el proyecto. Eso sí, tenía archivos muy extensos sobre el tema, y comencé a bajar un montón de discursos presidenciales de la página web de la Casa Blanca. Apliqué a esos discursos los mismos métodos exegéticos que he aprendido a utilizar en el estudio bíblico, y al seguir adelante quedé de veras alarmado por lo pernicioso de ese discurso seudoevangélico. En esa investigación me limité estrictamente al discurso público del presidente Bush. No me atañe a mí pretender juzgar su salvación personal ni la sinceridad de su fe. Esas cuestiones se dirimen entre él y Dios. Traté en lo posible de respetar su persona, sin caer en los insultos, pero también procuré ser honesto ante las conclusiones de mi investigación exegética. En resumen: 1) hay aspectos claramente heréticos en la teología implícita del discurso público de Bush; 2) el discurso de Bush se parece muy de cerca al discurso de los falsos profetas del Antiguo Testamento; 3) en el discurso de Bush hay una evidente manipulación, consciente o inconsciente, de la fe y las Escrituras, que son usadas como opio para la conciencia; 4) hay pasajes en los discursos de Bush que sólo puedo considerar como blasfemias, con sobretonos de idolatría patriotera; 5) sus actitudes lo definen como sectario en términos teológicos: puesto que él se siente llamado y guiado por Dios, con una línea directa al cielo, no escucha otras voces cristianas ni la voz del
pensamiento cristiano a través de los siglos. No toma en cuenta la larga tradición sobre la guerra justa y, mucho menos, la del pacifismo cristiano.

Como sabes, hay ciertos referentes evangélicos estadounidenses, y también

argentinos, con mucha influencia en América Latina (y muy buenas relaciones
con la Casa Blanca), que se esfuerzan por presentar el discurso de Bush como algo
razonable. Desde el punto de vista del ministerio profético, ¿cómo deberían actuar
las iglesias evangélicas latinoamericanas respecto a ellos?

Esto tiene su historia en los Estados Unidos. A mediados de los años 40 y principios de los 50, un grupo de cristianos estadounidenses, nucleados un poco alrededor de Billy Graham, rompieron con el fundamentalismo para inaugurar el movimiento New Evangelicals («Nuevos Evangélicos»). El teólogo y periodista Carl Henry escribió un libro valioso sobre «la conciencia intranquila del fundamentalismo», causada sobre todo por la negligencia social del mismo. Sin embargo, en menos de una década
«el bebé» había sido rebautizado y comenzó a llamarse «evangélico conservador».
¿Qué tiene el evangelio de esencialmente «conservador»?En fin, pronto fue evidente que «conservador» significaba «derechista» y, casi sin excepción,
«Republicano» (no Demócrata, en el escenario bipartidista estadounidense). Contra esa
politización derechista del evangelio surgieron los «evangélicos radicales» (representados por Jim Wallis y Sojourners) con una voz profética, pero constituyen una minoría muy limitada. Durante este medio siglo, los «evangélicos conservadores» jamás se han opuesto a ningún programa del Partido Republicano. Ronald Reagan logró una virtual coalición de católicos y evangélicos conservadores alrededor de los
temas del aborto y la homosexualidad, y de judíos y evangélicos conservadores (y algunos católicos) en torno al sionismo. Estos mismos evangélicos apoyaron masivamente las guerras de Corea, Vietnam, Centroámerica, el Golfo (1991) y ahora la invasión a Irak. Cabe la pregunta: ¿cuándo van a despertarse? Creo que la actual coyuntura plantea una crisis tanto para los evangélicos estadounidenses como para nosotros, los de América Latina.

¿Hasta cuándo podrán ellos seguir tolerando acríticamente el discurso

herético de George W. Bush? Recientemente, casi por primera vez, hubo bastante crítica cuando Bush declaró que «cristianos e islámicos adoran al mismo Dios», pero quedó claro que eso no afectará su lealtad al presidente. El

problema afecta la misma identidad de ellos como «evangélicos». ¿Hasta qué punto podrán seguir llamándose «evangélicos» sin reconocer las cosas en que contradicen ese mismo título? Esta situación plantea también un desafío para los evangélicos latinoamericanos. Al fin y al cabo, nosotros, al igual que ellos, nos llamamos
«evangélicos», y tenemos fuertes nexos históricos no sólo con ese país del Norte sino
también con esos «evangélicos». ¿Podrá ser creíble nuestro testimonio evangélico si
seguimos identificados con ellos? ¿Qué testimonio profético podremos tener en nuestra
América Latina, cuando ellos tienen una presencia tan antiprofética en su poderoso
país? ¿Qué significa esta crisis para nuestras relaciones con los que una vez nos trajeron el evangelio? No tenemos ninguna bola de cristal, pero conocemos al mismo Dios de los antiguos profetas. Por eso, vamos adelante confiando en su gracia y en su soberanía para dirigir su pueblo y nuestra vida. En América Latina, ese comportamiento antiprofético de muchos referentes «evangélicos» a nivel masivo causa
indignación, incluso entre personas no cristianas. En medio de las amarguras que
sufren nuestros pueblos (muchas veces por causa de injusticias que esos referentes evangélicos jamás denuncian), ¿cómo lograste que la risa fuera un condimento cotidiano? ¿Tiene la risa un valor profético? Mi alegría, más que congénita, es definitivamente un gozo teológico y evangélico que aprendí poco a poco, pero sobre todo por los estudios con Barth y por su ejemplo. Barth insistía en la importancia de dos palabras clave para la vida cristiana: gracia (en griego jaris) y gratitud (en griego eujaristia). En ese proceso aprendí a vivir no sólo teológicamente sino emocionalmente, sobre la base de la gracia, lo cual significa vivir eucarísticamente todo el tiempo. Se me hizo difícil, casi imposible, no sentir un constante gozo en Cristo. Creo que ese gozo eucarístico es muy importante también para la teología evangélica. Por otra parte, toda la vida he luchado por lo que creo. Sin duda, a veces era demasiado peleón y «criticón», y en mis primeros años a menudo sentí cierto remordimiento por esas luchas. Poco a poco fui aprendiendo a defender mis convicciones con amor en vez de atacar a la otra persona, y también a buscar siempre la reconciliación. Puedo estar equivocado, pero hoy siento que durante esas décadas el Señor me estuvo enseñando cómo luchar, preparándome para desafíos que vendrían después.
Hago un golpe de timón y te pregunto:
¿cómo conociste a Doris?
¡Qué gratos recuerdos me trae la pregunta! Doris servía la comida en el comedor de nuestra universidad (Wheaton College) y yo no pasaba hambre. La chica me parecía muy linda y simpática, y además me servía buenas porciones. Lo único era que ella no quería casarse sino ser una misionera soltera en la India. Obviamente, la conquista no me fue fácil. ¿Y no sería todo eso una estrategia, y el conquistado fuiste tú? Bueno, ¿quién sabe?, habría que preguntarle a ella. Ella dice que me veía sumamente flaco y por compasión cristiana me quiso alimentar mejor, pero no con el propósito de conquistarme. Yo había sido «conquistado» desde el momento de conocerla, así que ella sabía que no necesitaba estrategias, pero yo sí las necesitaba, y persistí tenazmente en mi campaña de conquistar su corazón. Y creo que al final ambos salimos ganando, definitivamente.
¿Cuántos años tienen de matrimonio?
El 27 de junio cumpliremos los 50 años de casados. Es increíble cómo ha volado el tiempo, y lo fiel que ha sido Dios. Doris ha sido una parte muy importante de mi vida, y doy gracias a Dios por ella. Nuestras cinco décadas de experiencia matrimonial hacen que muchas parejas jóvenes nos busquen pidiendo consejo.
¿Y qué aportó el matrimonio a tu entendimiento del compromiso profético? Dediqué mi libro Apocalipsis y profecía «A mi esposa Doris, que siempre me ha acompañado en nuestro común peregrinaje, ¡pero unos pasos más adelante!» Una cosa bella en nuestro medio siglo de matrimonio es que siempre hemos crecido juntos, y seguimos creciendo. Doris es callada, habla poco, pero percibe profundamente la realidad de las cosas, tiene un sentido agudo de lo justo y lo ético, y
vive compromisos incondicionales con el Reino de Dios y su justicia. Está totalmente identificada con América Latina, y siempre me ha ayudado a interpretar las coyunturas históricas a la luz de nuestra fe. Muchas veces también me ha
animado y fortalecido para realizar las acciones que eran necesarias.
¿Tienen hijos?
Tenemos tres hijos: Roberto, Rebeca y Ricardo. Un detalle simpático es que Roberto se
casó con Catalina Foulkes, la hija de Ricardo e Irene Foulkes. Lo curioso es que Irene, que era amiga de Doris, y Ricardo, que era mi mejor amigo, se conocieron en nuestra boda, se enamoraron de una sola vez, y al año se casaron. Después nuestro hijo se enamoró de la hija de ellos, y somos consuegros. ¡Esto basta para volverlo a uno calvinista! ¡Parece un destino! Por último, ¿qué te enseñaron esos «profetas menores» llamados «nietos»? Doris y yo tenemos cinco nietos cuyo cariño y
espontaneidad nos enseña constantemente. Además de esos cinco nietos por parte de
nuestros hijos, en los últimos años he tenido amistad profunda con muchos jóvenes
latinoamericanos, mayormente universitarios, y muchos de ellos comenzaron espontáneamente a llamarme «abuelo» o «papi», y yo a ellos «nieto» o «hija». Nos escribimos constantemente y todos ellos me consultan sobre muchas cosas de su vida y, a la vez, me aconsejan y oran por mí. Ellos me enseñaron que son posibles algunas amistades muy profundas — realmente como las de un familiar— dentro del amor de Cristo que nos une.

Bueno, Juan, esperamos con mucha expectativa tu venida a Buenos Aires en

abril. Quiero agradecerte esta entrevista en nombre de todo el equipo de la revista
Kairós. Dime, ¿cómo podremos retribuirte tanta amabilidad?Gracias, querido Edgardo. Para mí es un placer enorme platicar con vos. Ustedes me inspiran a consagrarme más al Señor y al evangelio, y creo que esa es la respuesta que

Dios espera de todos nosotros. Definitivamente, vale la pena servir a Cristo y luchar en las filas de su Reino.

1 comentario:

Marc Pesaresi dijo...

Interesante lo que dice Stam sobre el ministerio profético. Es cierto que la mayoría de las personas entiende "profeta" como alguien que va y dice cosas de parte de Dios. También nos damos cuenta, con solo visitar las iglesias pentecostales y carismáticas, que la sobreabundancia de profetas modernos también entienden el término como alguien que dice cosas del porvenir. No comparto en absoluto su razonamiento sobre la profecía "pagana" entendiéndose esta, según afirma él, como algo que se cumple. Sabemos que los cristianos aceptamos la profecía para que se cumpla. Es controversial lo que afirma Stam. Da para un largo debate. Que yo sepa, los "paganos" profetizaban en falso, mientras que los hebreos con certeza. Saludos cordiales

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