Unión civil de personas del mismo sexo

Con la media sanción de los diputados argentinos en torno a la aprobación o rechazo del proyecto de ley que regularía la unión civil de personas del mismo sexo, algunas iglesias evangélicas del país, deberán tomar posiciones fundamentadas y coherentes. Patagonia Protestante, quiere publicar el artículo del abogado Gustavo Roman y Juan Stam, en oportunidad de considerarse en el 2008, el mismo asunto en Costa Rica.

De cara a la coyuntura que se está fraguando en torno a la aprobación o rechazo del proyecto de ley que regularía la unión civil de personas del mismo sexo, las iglesias evangélicas costarricenses, más allá de ridiculeces como la marcha del 26 de julio pasado, deberán tomar posiciones fundamentadas y coherentes. El tema es complicado. Manejarlo a lo interno de cada iglesia requerirá mucha sabiduría y sensibilidad pastoral. Se juega, en ello, la idea de identidad evangélica que tengan la mayoría de los miembros de nuestras iglesias y, por otro lado, las fibras más hondas y sensibles de personas concretas que tengan esa orientación sexual dentro de nuestras comunidades de fe. Ojalá pastores y líderes de movimientos protestantes actúen con la responsabilidad, serenidad, prudencia y, sobre todo, amor y respeto, que la situación demanda.

Creo que hay dos alternativas básicas de cara al homosexualismo: valorarlo negativamente o positivamente. La primera alternativa, valorarlo negativamente, puede ser sostenida con respeto. Significa creer que se trata de un pecado o disfunción psicológica que debe ser sanado en la persona homosexual. Pero también, y es lo más frecuente, esta posición puede ser defendida con crueldad y arrogancia. Significa ver el homosexualismo como una perversión o fruto de un espíritu maligno en la persona. Esta valoración negativa es, ciertamente y por varias razones, la más difundida en nuestras iglesias. Pienso que es profundamente anti-evangélica.

La otra alternativa es considerar la homosexualidad como un gusto sexual más. Ni fruto de demonios, ni de corrupción moral, ni de madres dominantes, ni de abusos en la infancia. Es decir, desde esta óptica, el homosexualismo ni se criminaliza, ni se patologiza. ¿De dónde viene entonces? De la propia naturaleza, en la que la diversidad es constitutiva. Esta alternativa es minoritaria en las iglesias evangélicas, aunque, dentro de las teologías cristianas, son protestantes quienes lideran este enfoque del homosexualismo.

Nuestras iglesias son libres de valorar negativa o positivamente el homosexualismo. ¡Dios nos ilumine! En lo que sí quiero ser tajante, como cristiano, protestante y demócrata, es en punto a los derechos individuales implicados en este asunto.

Independientemente de que un cristiano piense que el homosexualismo es pecado o no, eso no debería ser considerado de cara al proyecto de ley en discusión. ¿Por qué? Por una sencilla razón: con esa ley no se está discutiendo si el homosexualismo es bueno o malo. La ley sólo viene a regular una realidad social del tamaño del sol. Los homosexuales existen y crean relaciones de pareja. Deciden sobre sus vidas como adultos libres, ciudadanos de una democracia liberal en la que las acciones privadas no deben tener otro límite que el de no dañar derechos de terceros. Lo que ocurre, la realidad, es que estas personas establecen relaciones que el Estado debe tutelar. Ese es el deber del Estado en punto a la configuración del ordenamiento jurídico: prohibir/reprimir lo que viole derechos de terceros y reconocer/regular lo que no lo hace.

Seguro que los evangélicos consideramos negativo divorciarse mil veces y, sin embargo, está permitido. Repito, el derecho no está llamado a bendecir las uniones homosexuales y declarar que son buenas o deseables, sólo debe reconocer su existencia y regularlas como es propio de un Estado de derecho.

Me parece válido que en las iglesias se enseñe, como parte de la ética sexual tradicional, que el homosexualismo es pecado. Es un ejercicio de libertad de expresión, pensamiento y culto. Si esta ley se aprueba, no tendrá ningún efecto sobre el púlpito. Pero como cristianos debemos rechazar el impulso pecaminoso de dominación que se manifiesta en las ínfulas de imponer a los demás nuestra forma de pensar y creer.

Como pueblo evangélico en Costa Rica siempre fuimos minoría. Supimos lo que fue ser legalmente discriminados; los abuelos de nuestras iglesias son testigos de cómo la mayoría católica nos restringía nuestras libertades públicas. Nuestra única herramienta, al igual que la de Jesús, era la persuasión. Ir de casa en casa compartiendo nuestra fe. ¡Somos protestantes! Herederos del gran principio emancipador de la conciencia humana: el libre examen. Quien reclama libertad para la propia conciencia NO puede pedir cadenas para la conciencia ajena. ¡Qué triste que ahora, que ya estamos bien casados con el poder, recurramos a los mecanismos coercitivos para oprimir a otra minoría!

Jesús llamó a la gente a seguirle, nunca obligó a nadie. Apelaba a la libre voluntad. Los cristianos siempre deberíamos oponernos a que se pretenda legislar moralidad (o, como en este caso, omitir legislar con base en razones morales), por que la que se legislará siempre será una moralidad, la de la mayoría, la misma que hace todavía tres décadas se oponía a que abriéramos templos o a que nuestros hijos fueran eximidos de llevar religión (entiéndase su religión) en la escuela.

En materia de moral y de fe, cada quien debe ser libre para decidir. No veo otra posición que sea consecuente con el Evangelio. Ir contra el proyecto de ley sobre la unión civil de personas del mismo sexo es, esencialmente, decir que un adulto costarricense sólo es libre para decidir sobre su vida en tanto y en cuanto suscriba los preceptos de la moralidad mayoritaria. Es negarle a personas independientes, que no se interesan (como maliciosamente se ha sugerido), en modificar la manera de pensar ni la moralidad de nadie, el derecho de amparar bajo el imperio de la ley del Estado del cual son ciudadanos y al cual sostienen con sus impuestos, sus relaciones afectivas libremente escogidas.

Esas regulaciones son necesarias: para pedir un préstamo de vivienda, para la visita en el hospital o en la cárcel, para poder heredar o para tener medios institucionales de resolver, patrimonialmente, la disolución del vínculo. ¿De poder hacerlo, habría negado Jesús esas cosas a quien no quisiera seguirlo (si es que ser homosexual supone tal cosa)? ¿Estamos seguros de estar nosotros siguiendo a Jesús con nuestra actitud?

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