Alberto
F. Roldán. Argentino. Doctor en teología (Instituto Universitario Isedet) y
Máster en ciencias sociales y humanidades (Universidad Nacional de Quilmes).
Director de Teología y cultura: www.teologos.com.ar La teología como palabra y como
disciplina, no es una invención del cristianismo ni es propiedad exclusiva de las iglesias. Ya
existe, con esa nomenclatura, desde los griegos. Teólogos eran los poetas
griegos que elaboraban poesías en honor de sus dioses. Homero, por ejemplo, era
considerado “teólogo.” Aristóteles, en
su Metafísica, se refiere a la teología como una de las tres ciencias teóricas,
la más importante, porque trata de Dios (Theós).
Fueron los padres de la Iglesia los que
adoptaron el término “teología” para la elaboración de sus discursos religiosos
y eclesiásticos –incluso doctrinas- utilizando en muchos casos la terminología
filosófica. En su largo recorrido, la teología pasó por muchas etapas. Pero su
inserción en la cultura fue tan importante, que en la Edad Media, gracias al
denodado trabajo de teólogos como Pedro Abelardo, Anselmo de Aosta (conocido
más como “de Canterbury”), Alberto Magno y su notable discípulo Santo Tomás de
Aquino –entre otros- logró posicionarse de tal modo que fue considerada “la
reina de las ciencias.” Por supuesto, todo eso ya es historia de un pasado
remoto, porque en siglos posteriores, por influencia del Racionalismo y, sobre
todo, del Iluminismo, la teología fue paulatina y sostenidamente relegada.
Immanuel Kant decía que la relación entre la filosofía y la teología se podría
ver en un imaginario desfile, en el cual la reina era la filosofía y la
teología solo una sierva que le llevaba la cola del vestido. O sea que de
reina, la teología pasó a ser solo una sierva de la filosofía. Los papeles se
habían invertido.
¿Por qué decimos que la teología es
“pequeña y fea”? Los adjetivos, a todas luces peyorativos, no nos pertenecen.
Fueron aplicados por el filósofo Walter Benjamin en sus famosas Tesis sobre el
concepto de la historia. Justamente, en la tesis 1, dice:
Conocemos la leyenda del autómata capaz
de responder, en una partida de ajedrez, a cada movimiento de su adversario y
de asegurarse el triunfo. Un muñeco vestido de turco, con un narguile en los
labios, está sentado frente al tablero de ajedrez, apoyado a su vez sobre una
gran mesa. Un sistema de espejos genera la ilusión de que la mirada puede
atravesar esa mesa de lado a lado. En realidad, en su interior está agazapado
un enano giboso, maestro en el arte del ajedrez, que por medio de cordeles
dirige la mano del muñeco. Podemos imaginar en filosofía una réplica de ese
aparato. El muñeco, al que se llama “materialismo histórico”, ganará siempre.
Puede desafiar intrépidamente a quien sea si toma a su servicio a la teología,
hoy, como es sabido, pequeña y fea y que, por lo demás, ya no puede
mostrarse.[1]
Esta alegoría, como informa el
sociólogo francobrasileño Michael Löwy, está tomada de un cuento de Edgar Allan
Poe: “El jugador de ajedrez de Maelzel”. Explica Löwy: “En Benjamin, el
espíritu de Poe se convierte en la teología, es decir, el espíritu mesiánico,
sin el cual el materialismo histórico no puede ‘ganar la partida’ ni la
revolución, triunfar.”[2] No nos interesa en este caso reflexionar sobre la
interpretación sociológica que hace Löwy con gran maestría, sino más bien
pensar por qué la teología es representada por un enano de feo aspecto.
Notemos que Benjamin dice que el
materialismo histórico puede ganar, pero solo con la condición de que tome, a
su servicio, a la teología. Y afirma: “la teología, hoy, como es sabido,
pequeña y fea.” El pensador alemán se identifica con toda la influencia del
Iluminismo y de la filosofía que han cuestionado seriamente a la teología como
una disciplina relegada respecto a la filosofía y a las ciencias sociales. Pero
nos preguntamos: ¿por qué es así? Creemos que la pregunta apunta a dos
direcciones posibles: la de la filosofía y la de la propia teología. Comencemos
con la filosofía. Aquel desarrollo notable que tuvo desde los primeros siglos
del cristianismo, con figuras como Clemente y Orígenes de Alejandría, ambos
bajo los influjos del platonismo, luego con el descollante San Agustín de
Hipona, alcanzando su cumbre con los escolásticos ya mencionados, pasó después
a cuarteles de invierno. El citado Kant divide las aguas cuando plantea dos
planos de la realidad: lo fenoménico –captable por los sentidos- y lo
nouménico, “la cosa en sí”, como Dios, el alma y el cielo, que son realidades
que se pueden afirmar pero no desde una razón pura sino mediante una razón
práctica o un ejercicio práctico de la razón. Por lo cual, la teología, que se
ocupa de ese plano, de ninguna manera se puede llamar “ciencia.” En una frase
rotunda, Kant dice: “tuve que eliminar el saber para dar lugar a la fe.”
Más adelante vendrán los severos
embates de Marx, Nietszche y Freud, “los tres maestros de la sospecha” en
genial descripción de Paul Ricoeur, que van a cuestionar lo que llamamos
“realidad” tanto en la sociedad, como en la religión y en la psiquis humana y
deconstruyen mucho del andamiaje elaborado siglos atrás. Para ciertas
teologías, especialmente dogmáticas y abroqueladas en sí mismas, esas críticas
resultarán demoledoras. Podemos decir que para la filosofía la única teología
que podría ser tomada en cuenta es aquella que acepta el desafío que platean la
filosofía y las ciencias sociales. Porque, como decía Max Weber, hemos entrado
en una etapa de “desencantamiento del mundo” lo cual exige una nueva
interpretación.
Pero también la imagen de una teología
“pequeña y fea” viene de sus propias filas. Nos referimos a quienes ejercen el
pastorado cristiano y desprecian la teología como enemiga de la fe o,
directamente, como innecesaria. Karl Barth, el teólogo suizo, en sus últimas
clases en Basilea constataba el mismo fenómeno:
Siempre es un fenómeno cuestionable
encontrar a dirigentes de la Iglesia (con o sin cruz pectoral), o también a
evangelistas fervientes y predicadores y luchadores bien intencionados por una
u otra causa cristiana, que dicen alegremente e incluso con cierto aire
sobrado, que la teología no es asunto suyo: I am not a theologian, I am an
administrator.[3]
A ello Barth responde con una expresión
elocuente: “¡Así no se puede!”[4] Porque, si los propios pastores y pastoras
denigran la teología, ya estamos en presencia del círculo cuadrado. No se puede
despreciar el propio oficio ni los materiales o herramientas que usamos para
desarrollarlo. El pastor y la pastora, aún de la más pequeña y remota iglesia
en el mundo, utilizan la teología, puede que sin saberlo. Hablan de Dios
(teología propia), del pecado (jamartiología), de Cristo (cristología), de la
salvación (soteriología), de la Iglesia (eclesiología), del cielo y del
infierno tan temido (escatología)… Por otra parte, después de recorrer varios
países de América Latina y el Caribe, podemos decir que nuestro teorema
elaborado como sospecha, casi estaría comprobado, y reza: En la mayoría de
instituciones teológicas de América Latina lo que menos se enseña es teología.
La afirmación puede sonar muy atrevida u osada, sin embargo, obsérvese el
currículum de esas instituciones y, sobre todo los contenidos y la bibliografía
–por no agregar otro dato decisivo como serían los docentes- y se percibirá que
el teorema tiene ciertos visos de realidad. Lo que se denomina “teología” en
muchos seminarios e institutos no pasa de ser doctrina: bautista,
presbiteriana, aliancista, pentecostal,
pero doctrina al fin. O sea, enseñanza de lo que oficialmente cree una iglesia.
No se enseña teología ni se lee a los teólogos y teólogas importantes de la
historia y de la actualidad. Y mucho menos se enseña a pensar y a reflexionar
sobre la fe. Como si pensar la fe fuera un ejercicio innecesario o un hobby
para quienes les sobra el tiempo o no tienen otra cosa que hacer. Esa tendencia
menospreciativa la hemos visto y sufrido en muchas ocasiones cuando, de forma
implícita o explícita, se da entender desde los púlpitos que los que nos
dedicamos a este oficio (que está también dentro de los ministerios de la
Iglesia, Pablo habla en Efesios 4.11 de “pastores y maestros” o como decía la
antigua Reina Valera: “pastores y doctores”) somos personas “raras” que complicamos
“la sencillez del Evangelio”, mientras ellos, los expositores de turno, se
refieren a sus discursos como “palabra celestial” o “voz de Dios”, sin
reconocer que también son, como decía Karl Barth: “hombres que hablan de Dios”,
y que sus discursos o sermones, más allá de que Dios en su soberanía los pueda
usar, no dejan de ser articulaciones de pensamientos de seres humanos, con
todas las contingencias y limitaciones que ello supone.
Otros advierten: “no debemos responder
preguntas que nadie hace.” Eso tiene apariencia de sabiduría y encierra cierta
verdad, pero muchas veces no se hacen preguntas porque no se generan ámbitos
para preguntar. Lo real es que el mundo, entendido como cultura y sociedad
humana, sigue preguntando y, como me dijo un colega hace poco: “ellos (los de
“el mundo”) también siguen pensando.” El mundo ¡vaya novedad! está en
permanente cambio, tal como lo constató Heráclito, y los desafíos nunca son
exactamente los mismos porque surgen nuevos interrogantes cada día y porque al
mismo tiempo se ha producido un declive de las instituciones religiosas, que ya
no son indiscutibles ni ejercen la función de ser los únicos árbitros para
establecer la moral y las costumbres.
Finalmente, también advertimos la poca
presencia de teólogos y teólogas en los ámbitos de las universidades, sobre
todo de las ciencias sociales y humanas. Si de cristianos se trata, en general
pertenecen a la Iglesia Católica Apostólica Romana, que ha dado suma
importancia a la filosofía y a la teología. Sus programas de teología están
atravesados por una fuerte dosis de filosofía porque, justamente, es esta la
disciplina de la cual se ha valido la teología cristiana para su articulación.
No ocurre lo mismo en seminarios e instituciones teológicas evangélicas –salvo
excepciones- donde la filosofía y las ciencias humanas brillan por su ausencia
o, en el mejor de los casos, se lee un texto de divulgación, de carácter
apologético, que no considera con seriedad los planteamientos que hacen la
filosofía o las ciencias sociales. Porque, como bien señala Hans Küng: “Sólo
una teología que se mueve en el horizonte actual de la experiencia, una
teología rigurosamente científica y abierta al mundo y al presente, puede
justificar su puesto en la universidad al lado de otras ciencias.”[5] De lo
contrario, si los líderes evangélicos siguen despreciando la teología y, por
ende, no fomentando que las nuevas generaciones la estudien con seriedad -junto
a otras disciplinas como la filosofía y las ciencias sociales- ella seguirá
siendo pequeña y fea para las iglesias y para la sociedad.
[1] Cit. por Michael Löwy, Walter
Benjamin: aviso de incendio. Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de
historia”,2da. Edición, trad. Horacio Pons, Buenos Aires: FCE, 2012, pp. 46-47.
Cursivas originales.
[2] Ibid., p. 49
[3] Karl Barth, Introducción a la
teología evangélica, Trad. Elizabeth Lindenberg de Delmonte, Buenos Aires: La
Aurora, 1986, p. 62. Cursivas originales.
[4] Ibid.
[5] Hans Küng, Teología para la
posmodernidad, trad. Gilberto Canal Marcos, Madrid: Alianza Editorial, 1989, p.
162.
[1] Cit. por Michael Löwy, Walter
Benjamin: aviso de incendio. Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de
historia”,2da. Edición, trad. Horacio Pons, Buenos Aires: FCE, 2012, pp.
46-47. Cursivas originales.
[2] Ibid., p. 49
[3] Karl Barth, Introducción
a la teología evangélica, Trad. Elizabeth Lindenberg de Delmonte,
Buenos Aires: La Aurora, 1986, p. 62. Cursivas originales.
[4] Ibid.
[5] Hans Küng, Teología para
la posmodernidad, trad. Gilberto Canal Marcos, Madrid: Alianza
Editorial, 1989, p. 162.
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